domingo, 1 de noviembre de 2020

Carta de J. Muruais a Menéndez Pelayo (IV)

 

Orense, 20 junio 1885

 Mi respetable Maestro: En una “Guía oficial” de este año, libro interesante que sólo reciben por acá los gros bonets de la Administración, he visto que su nombre figuraba entre los consejeros de Instrucción Pública. Stupui, porque yo le conocía a Vd. como Académico de la Española y de la Historia, como doctor en Filosofía y Letras y Catedrático del Doctorado en esa Facultad y hasta como diputado a Cortes, pero no sabía ni sospechaba siquiera que el eximio autor de las Odas, epístolas y tragedias fuese Consejero del ramo, como dicen en las oficinas del Estado.

De manera que habré aparecido a sus ojos como grosero y qué sé yo cuántas cosas más hablándole sin ton ni son de mis pretensiones ante el Consejo mismo de que Vd. forma parte y todo porque la “Guía oficial” es un libro aún más caro que interesante y por estarme sirviendo hasta ayer de un ejemplar del año pasado suministrado por el Secretario de la Diputación, a quien en conciencia cabe toda la responsabilidad del caso, así como incumbe al Sr. Administrador de Correos de esta la de haberme proporcionado con un ejemplar más moderno del libro la no escasa dosis de vergüenza que acompaña a los grandes desengaños.

Perdóneme Vd. Pues, mi falta de respeto y hasta de tacto enteramente involuntaria.

Recientemente he comprado el tomo de Poesías de Heine de la Biblioteca clásica, donde leí con deleite el hermoso y entusiasta proemio de V. en que aquilata hasta con cariño los méritos del poeta judío y librepensador de Alemania.

No sería V. ciertamente quien en odio a Le Pape y demás chocheces de la extrema vejez de Victor Hugo, renegase del gran poeta de nuestra raza – más que medio español- autor de Las  hojas de otoño y de las Odas y baladas haciéndole responsable de cosas como la secularización de Sta. Genoveva, en que tuvo parte.

Soy franco: más que su erudición y saber inmensos, lo que en V. me cautiva y prende mi voluntad es ese amor a lo bello que subyuga y arrastra su alma, hasta el extremo de perdonar a Heine el ser alemán y judío y apóstata; a Leopardi su gemebundo pesimismo trascedental y a Carducci sus extravíos neopaganos.

Yo no sé si V. pensará como yo que no queda después de la muerte de Victor Hugo, ningún gran poeta de raza latina, pues Tennyson vale más que Sully Poudhomme [sic], Leconte de L’Isle, Banville y demás vates más o menos parnasianos y en cuanto a Richepin, Rollinat y demás herederos de Baudelaire, espanta su modo de blasfemar en frío, por no decir nada de los pretendidos poetas del naturalismo que tanto se han burlado de la conclusión del penúltimo capítulo de Los Miserables:

“Juan Valjean había muerto. La noche, sin estrellas, estaba profundamente oscura. Sin duda, en la sombra, algún ángel inmenso estaba en pie, con las alas extendidas, esperando su alma”.

¡Ay, amigo mío! La verdadera, la grande poesía se ha ido. Yo creo que hasta el esmero exquisito y la primorosa labor y corrección intachable de los poetas modernos, es pura decadencia.

¿Cuándo nos hablará Vd. En un prólogo de este asunto, digno de sus facultades, del estado actual de la poesía en el mundo?

Insensiblemente me he ido apartando del único objeto de esta carta, que no es otro que el de pedir a Vd. mil perdones por lo de las cátedras.

Su amigo y admirador s.s. q.b.s.m.

Jesús Muruais.

PS. ¿Cuándo viene Vd. A ver este país que tanto se parece al suyo? Ahora que hay cólera en media Península e islas adyacentes, era la ocasión de venir a este dulce rincón, donde no entró más peste que la de la política.

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