La
ciudad de Pontevedra todavía conserva hoy las huellas de su glorioso
pasado. Sus calles intramuros, son muestra del señorío que engalanó la
ciudad a finales del siglo XIX. Sus pequeñas y coquetas plazas, cuyo
perímetro lo delimitan soportales o edificios blasonados, de solido
granito de las canteras locales, todavía conservan en sus fachadas los
escudos heráldicos de las familias hidalgas que fueron núcleo a partir
del cual se fue concretando la ciudad tal y como hoy la conocemos. Sus
angostas calles nos hacen retrotraernos a épocas pretéritas en las que
por su pavimento empedrado pisaban con gallardía nuestros antepasados
que se dirigían a las tertulias literarias o a las sociedades culturales
que se prodigaban para lustre de la ciudad, tales como el Casino, el
liceo Gimnasio, la Sociedad Arqueológica, etc.
Los
paseos por la Alameda, donde la burguesía, la aristocracia y el pueblo
llano, disfrutaban de los conciertos de la banda del Hospicio,
constituían un buen pretexto para las relaciones sociales, pese a que
cada sector disponía de su zona sin mezclarse. Esos paseos eran la
prueba más palpable de una sociedad estratificada y clasista pero que al
convivir en una ciudad pequeña, y al conocerse unos y otros, respetaban
y asumían esas diferencias de rango que el destino, las rentas y el
apellido les habían conferido, no desviándose nunca del rol que tenían
asignado.
Si
bien esta diferencia de clases hoy podemos juzgarla como una
reminiscencia del pasado, iba a tener un aspecto positivo dentro del
contexto histórico en el que se manifestó.
Las
razones que determinaban estas diferencias sociales tan sólidamente
instaladas en nuestra ciudad, se manifestaban fundamentalmente en dos
ámbitos, el cultural y el económico, aunque en la mayoría de las
ocasiones ambos estaban íntimamente relacionados. Dos sectores
destacaban por encima de los demás: los rentistas, terratenientes,
propietarios de grandes extensiones que le proporcionaban pingües
beneficios y que comerciaban en régimen de monopolio sin que nadie
pudiese interferir en sus transacciones, y por otro lado aquellos que
poseían una cultura adquirida gracias a cierto desahogo económico
familiar que les permitía estudiar en la Universidad y seguir
manteniendo indemnes esas inquietudes intelectuales tan ajenas al pueblo
llano que en un elevado porcentaje estaba sumido en un lamentable
analfabetismo.
Dentro
de los primeros, el caso más paradigmático que nos podemos encontrar es
el de José Riestra, que ostentaba el título de marqués. Era célebre su
palacio de La Caeira, donde recibía a sus amigos y despachaba sus
negocios. El marqués de Riestra tenía el monopolio del comercio del
material de construcción, madera y cerámica. Su título nobiliario le
confería también un prurito social que lo elevaba por encima del resto
de sus convecinos, por lo que era respetado y se le rendía la pleitesía
que su rango merecía. Él, para mantener su estatus y marcar su
territorio sin que quedase ninguna duda de su categoría personal, hacía
obras de caridad y se manifestaba públicamente como un altruista para
con los menos favorecidos por la suerte. Esta actitud era muy propia de
la aristocracia de la época para no aislarse socialmente, pues
constituía un modo de seguir conservando incólume el respeto que les
prodigaban los demás.
El
aspecto económico, llevaba ineludiblemente asociado una inmersión en la
política donde intereses comerciales debían ser discutidos y negociados
en los foros del Estado y promulgar las leyes más convenientes a los
mismos. De este modo, estos personajes eran llamados a formar parte de
la élite política local o estatal y su privilegiada posición entre sus
vecinos se veía reforzada por esta actividad que permitía controlar y
regir sus vidas desde el púlpito político.
Los
caciques, que formaban un entramado tupido que no permitía la
injerencia ni la intrusión de cualquier movimiento político que no fuese
el liberal y el conservador en los que militaban estos prebostes,
mantuvo España y en particular Galicia y las regiones menos favorecidas,
sometidas a un servilismo hacia los que manejaban los hilos y
entresijos de la política local, extrapolada a la corte madrileña.
Cualquier otro movimiento liderado por la voluntad popular como pudiese
ser el sindicalismo, el socialismo o el anarquismo, no tenía ninguna
posibilidad de introducirse entre esa sólida red impermeable mediante la
transmisión del poder por la ley de la genética. De este modo, el
nepotismo garantizaba la continuidad del sistema.
Junto
con el Marqués de Riestra, Eugenio Montero Ríos, fue otro de los
representantes más destacado de este régimen. Adscrito al partido
liberal, ejerció cargos de mucha relevancia dentro del gobierno de
España, desde Presidente del Tribunal Supremo en 1880, hasta ministro de
fomento con posterioridad. Fue uno de los miembros de la Comisión que
negoció el armisticio con los Estados Unidos con motivo de la guerra de
Cuba y que supuso para España, la pérdida de Cuba y las islas Filipinas,
en 1898, el llamado año del desastre.
Montero
Ríos alternaba su residencia entre Madrid, a donde tenía que acudir por
razones de Estado, y su finca de Lourizán, a dos kilómetros de
Pontevedra, donde había construido un suntuoso palacio, hoy todavía en
pie. Tal era su poder que incluso llegó a llevarse la línea telefónica
hasta su finca para que el político pudiese estar en permanente contacto
con su despacho en Madrid y mantenerse informado en tiempo real de los
avatares acontecidos en la capital.
El
nepotismo de Montero Ríos fue evidente, logrando situar a su yerno y a
su hijo en puestos de relevancia que permitían conservar sin ningún
atisbo de amenaza, sus influencias en toda Galicia y mantener en la
provincia al partido liberal en la cumbre. Su instrumento de divulgación
popular era el Diario de Pontevedra, que competía con el conservador La Correspondencia Gallega.
Ambos periódicos constituían los altavoces de la ciudad y llegaron a
mantener duros enfrentamientos derivados de sus encontradas ideologías,
si bien las formas eran mantenidas en un sentido de camaradería entre
colegas y algún rasgo de corporativismo. En el fondo podría decirse,
utilizando un eufemismo, que se “odiaban cordialmente”. El primero
estaba dirigido por Andrés Landín, padre del que sería también redactor
del periódico y cronista de la ciudad, Prudencio Landín. La Correspondencia Gallega
era propiedad de José Millán, que a la sazón era su director e
impresor. Ambos ostentaban el monopolio informativo y por ende eran los
adalides de la cultura que en las columnas de su periódico se prodigaba
entre las informaciones de actualidad internacional, estatal y local.
Entre
las muchas polémicas que llegaron a enfrentar a ambos medios,
destacamos la surgida con motivo de la construcción del Hospital
Provincial. El Diario de Pontevedra
se hizo eco de unas manifestaciones del teniente de alcalde D. Pedro
Martínez Casal que, en un pleno consistorial, denunció las deficiencias
de construcción del edificio y las irregularidades en el empleo de
materiales, acusando implícitamente la labor del contratista de la obra
Andrés Corbal, cuyo hermano, Benito, era concejal del ayuntamiento. Esta
acusación provocó la rápida respuesta de La Correspondencia Gallega defendiendo los intereses de los Corbal y su probidad, llegando incluso a acusar de chantaje al Diario de Pontevedra. Esta virulenta polémica está documentada en las hemerotecas y en el libro del Dr. Antonio Días Lema, Historia del Hospital Provincial, editado hace pocos años por la Diputación Provincial.
José
Millán, cuyo periódico ya mantenía una tendencia claramente
conservadora, ya había tenido problemas hacía años cuando era director
del periódico Crónica de Pontevedra, publicando una serie de artículos contra Montero Ríos. El Crónica de Pontevedra
desaprobaba la actuación de Montero Rios, entonces Presidente del
Tribunal Supremo, en el famoso crimen de la calle de Fuencarral
acontecido en 1880, cuya publicidad mediática provocó la dimisión de
Montero. La Correspondencia Gallega
vaticinaba la defenestración política de Montero Rios a raíz del caso,
pero se equivocaría en sus pronósticos porque la carrera de este salió
más que fortalecida y siguió ocupando cargos de gran responsabilidad
durante muchos años más y en una época de auténtica convulsión política.
En
definitiva, estos hombres tenían bajo su yugo a una numerosa población
rural que vivía extramuros en las parroquias limítrofes, como Lérez,
Marcón, Mourente, Salcedo… dedicada a las labores del campo, y a un
gremio marinero, que ocupaba la práctica totalidad del barrio de la
Moureira, y que en ocasiones se veían gratificados con alguna dádiva que
los prohombres les concedían desde su peana de poder. Esta diferencia
era respetada y no existían fricciones. La carencia de movimientos de
rebelión por parte del pueblo contra los que imponían su voluntad, se
debía sobre todo al principio de autoridad que estos últimos solían
esgrimir y dejaban entrever con sus influencias en el Madrid de la corte
primero y la República después, donde su poder comenzaría a ser
debilitado por la aparición de movimiento populares que serían preludio
de una debilitación de este régimen tan personalizado, pero que no
desaparecería por completo.
El
régimen caciquil por sus procedimientos, era como una prolongación
atenuada del régimen feudal de la Edad Media y estuvo apoyado
implícitamente por los medios de comunicación locales que pocas veces
cuestionaban la integridad del cacique, so pena de represalias que
normalmente concluían con la desaparición de la publicación o el castigo
penal del director o redactor de turno por delito de injurias y
calumnias.
Esta
élite era también la que tenía acceso a la cultura que se concentraba
en muy pocas personas. Mientras en el campo y en el mar se trabajaba
desde la salida a la puesta del sol, la burguesía y la aristocracia
disponía de mucho más tiempo libre para el ocio, por lo que en algunos
casos pudieron dedicarse a saciar su sed de conocimientos y buscar en
los vientos que soplaban fuera de Galicia y sobre todo en el extranjero,
la vida que en la pequeña provincia no podían tener. Mientras a los
pobres no les quedaba más remedio que recurrir a la emigración como vía
de escape de una situación vital insostenible, provocada en cierta
medida por las medidas arbitrarias de unos pocos y la nefasta política
que mantenía sumida a España en una crisis galopante, la casta
privilegiada miraba más allá de sus fronteras con admiración sin moverse
desde la cómoda y elevada posición que su estatus les confería.
Y
como el turismo, tal como hoy en día lo entendemos, todavía no se había
inventado, pues el viaje todavía suponía un esfuerzo considerable al
ser las vías de comunicación deficientes y los medios de transporte
lentos, el mejor método para conocer lo que ocurría fuera de Galicia,
era tener acceso a la prensa y sobre todo a la literatura, que era la
manifestación cultural más fiel de los movimientos sociales y culturales
que se estaban produciendo en el mundo.
A
finales del siglo XIX Francia era el referente cultural por
antonomasia. Las familias nobles de toda Europa mandaban a sus hijos a
colegios franceses o incluso llegaban a residir con carácter definitivo
en Francia. El francés resultó ser el idioma europeo a estudiar y la
figura del afrancesado, como aquella persona que admiraba todo lo
procedente allende los Pirineos, surgió con más fuerza después de que
casi un siglo antes fuese considerado un proscrito y un traidor de la
patria con motivo de la Guerra de la Independencia contra las huestes de
Napoleón. La Revolución Francesa no solamente supuso un cambio radical
en una sociedad de la que nos separaba una simple cordillera, sino que
supuso una revolución cultural en la que toda Europa quiso beber.
Francia seguía siendo el faro cultural que iluminaba Europa, mientras
que el resto del mundo era una enorme colonia dependiente de los países
europeos y Estados Unidos todavía estaba comenzando a duras penas su
historia. Las civilizaciones milenarias asiáticas, aunque comenzaban a
ser visitadas esporádicamente por los europeos, todavía conservaban sus
tradiciones y cultura en un estado que la inferencia colonizadora del
europeo todavía no había alterado.
Si
bien la Revolución Francesa había sido una revelación para los más
oprimidos y una puerta abierta para las esperanzas de los menos
favorecidos que respiraban aires de libertad, el analfabetismo y la
ignorancia de aquellos a quienes iba dirigido, provocó que esos aires
solamente fuesen respirados precisamente por aquellos que no los
compartían y que amenazaban su cómodo estilo de vida, aunque de algún
modo los analizasen con respeto e incluso con admiración siempre y
cuando a ellos no les afectase, quedándose con el aspecto de la misma
que más convenía a sus intereses o a sus gustos. Y el arte fue el
aspecto más inocuo y al mismo tiempo más atractivo que de esa Revolución
podían tomar. Y fue ahí donde el afrancesado bebió el néctar que desde
Francia era arrojado a borbotones por toda Europa.
Después
de Santiago de Compostela, en la que la presencia de la Universidad era
obligado sinónimo de vanguardia cultural, Pontevedra fue con diferencia
la ciudad más cultivada de Galicia en la transición entre los siglos
XIX y XX.
Si
en la actualidad tomamos un callejero de la ciudad y analizamos las
biografías de los personajes que fueron honrados o honraron con su
nombre sus calles, podremos comprobar que en un porcentaje muy alto
pertenecían a esa época intersecular. Andrés Muruais, José Casal, José
Millán, Víctor Said Armesto, Ernesto Caballero, Benito Corbal, Montero
Ríos, Riestra, Echegaray… y muchos más vivieron, trabajaron y nos
dejaron un legado cultural e histórico que hicieron de la ciudad un foco
cultural en toda Galicia y por extensión en toda España.
Entre
los que destacaron en los ámbitos culturales de una forma más
significativa y cuya tarea fue fuente inagotable de recursos para los
demás en cuanto a los conocimientos de todo lo que procedía de Francia,
fue Jesús Muruais Rodríguez. Puede decirse que era el prototipo del
afrancesado en todas sus vertientes. Dominaba el francés a la perfección
y desde su Pontevedra natal vivía el mundo frívolo y artístico del
París de entreguerras, merced a su surtida biblioteca.
Jesús Muruais (1852-1903) |
Sin
embargo el Muruais que pasó a la posteridad, y que hoy tiene una calle
que lleva su nombre fue su hermano Andrés, poeta y activo promotor del
carnaval pontevedrés con la creación de las leyendas del Urco que
todavía hoy en día sigue siendo rey del carnaval pontevedrés. Andrés
Muruais murió a los 31 años, y esta prematura muerte supuso una pérdida
para las letras gallegas y al mismo tiempo mitificó su persona.
Extrovertido, emprendedor, amante de cualquier tipo de actividad
cultural, estudió Medicina pero la dejó marginada por su amor a las
letras. Si bien, quien nos interesa a nosotros es su hermano Jesús, un
año menor. Jesús nació el 24 de diciembre de 1852 y su personalidad era
completamente opuesta a la de su hermano; tímido, introvertido,
físicamente poco agraciado y amante del recogimiento. No obstante ambos
hermanos eran complementarios. La muerte de Andrés supuso un duro golpe
para Jesús, pues aparte de la desaparición de un compañero, la
inevitable comparación que se estableció después entre ambos le ponía el
listón en exceso muy alto.
Jesús
fue catedrático de Latín en el Instituto de Pontevedra y de vez en
cuando escribía, pero sin la continuidad precisa para pasar a la
historia de la literatura. Era perezoso para la escritura, sin embargo
tenía una afición desmedida por la lectura.
Jesús
Muruais pasó a la historia de nuestra ciudad por la grandiosa
biblioteca de la que era propietario y donde bebieron escritores y
amantes de las letras de la talla de Víctor Said Armesto, Ramón María
del Valle Inclán, etc… En su domicilio de la casa del Arco de la plaza
Méndez Nuñez, se celebraban tertulias literarias a las que asistía la
flor y nata de la vanguardia cultural pontevedresa y gallega. La
relación de los personajes que por allí pasaron es realmente extensa.
Esta
biblioteca poseía la mayor colección de literatura francesa de toda
Galicia. Tal como salían a la venta en Francia, ya estaba Muruais
adquiriéndolos por mediación de una librería madrileña, probablemente la
librería Gutemberg. En ocasiones, desde allí iban a parar a los
talleres del encuadernador Corvera de la calle Espejo de Madrid, y una
vez esmeradamente encuadernados se enviaban a Pontevedra. Este
procedimiento posibilitó que hoy en día estos ejemplares se encuentren
en un estado perfecto pese a tener más de 100 años. Poseía obras de todo
tipo, pero sobre de literatura, tanto narrativa como poesía. Además
también adquiría periódicos, folletos, revistas, láminas y todo tipo de
material impreso que recibía de toda Europa. Tenía un gusto evidente por
temas licenciosos o eróticos, lo que supuso que a su muerte, tanto su
esposa como el consejero espiritual de esta realizaran un expurgo que
minó considerablemente esta extraordinaria colección. Esta particular
característica en sus preferencias por lo erótico, hizo que algún
biógrafo lo tildase de “mirón lujurioso”. Afortunadamente, 47 años
después de su muerte, todavía quedaban muchos volúmenes custodiados por
sus descendientes que fueron adquiridos por la Biblioteca Pública de
Pontevedra y que hoy podemos consultar en la misma.
Su
familia era de las más importantes e influyentes de la ciudad. Su
cuñado Pedro Martínez Casal, esposo de Soledad Muruais, fue concejal
durante muchos años y uno de los que más contribuyó a la modernización
de la ciudad desde su puesto de político local.
Como
escritor, Muruais destacó sobre todo en el campo de la crítica
literaria. Era agudo e incluso llegaría a polemizar agriamente con
Clarín llegando al insulto y a la descalificación personal. Habida
cuenta que Clarín era un crítico temido y respetado, los ataques de
Muruais suponían un acto de valentía, del que al final no salió en
exceso bien parado, toda vez que Clarín obtuvo la inmortalidad literaria
y Muruais permaneció en el anonimato. Sus célebres Semblanzas Galicianas
ponían de vuelta y media a muchos poetas contemporáneos suyos. También
fue autor en fecha temprana de una antología de cuentos que pasó sin
pena ni gloria titulado Cuentos Soporíferos
y que Clarín destrozó en una breve crítica. Muruais nunca lo perdonaría
y quizá fuese ese y no otro, el motivo de la inquina que contra el
escritor asturiano, mantuvo el resto de su vida. Colaboró en los
periódicos de la época tales como el citado Diario de Pontevedra y sobre todo en la revista quincenal que dirigía Enrique Labarta Pose, Galicia Moderna.
Murió
el 1 de julio de 1903 y sus funerales no tuvieron la pompa de los de su
hermano. Hoy sus restos mortales descansan en el suntuoso panteón
familiar del cementerio pontevedrés de San Mauro y, pese a que una
lápida reza: “Propiedad de Jesús Muruais y Pedro Martínez”, el busto que
corona el monumento, sigue siendo el de su hermano Andrés, obra del
prestigioso escultor funerario catalán Josep Reynés, aunque otros
investigadores se lo atribuyan al santiagués Isidoro Brocos.
Nosotros,
desde este modesto foro, queremos reivindicar su persona y de algún
modo, dentro de nuestras posibilidades, sacarlo del olvido en el que
estuvo sumido durante largo tiempo.
José M. Ramos, 2011
Hola. Me pongo en contacto con usted porque dispongo de alguna documentación original y de época relativa sobre todo a Jesús pero alguna cosa tengo también de Andrés Muruais. Hoy he descubierto su valioso trabajo y quisiera poner a su disposición toda esta documentación para que pueda estudiarla y quien sabe, quizás aportar algo más de luz acerca de la vida de estos dos personajes tan interesantes como desconocidos para el común de los mortales. Si desea consultar la documentación de la que dispongo conteste directamente este mail y nos podríamos citar en Pontevedra si usted lo desea, sin más reciba un cordial saludo y mi más sincera felicitación por su trabajo.
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