La
ciudad de Pontevedra todavía conserva hoy las huellas de su glorioso
pasado. Sus calles intramuros, son muestra del señorío que engalanó la
ciudad a finales del siglo XIX. Sus pequeñas y coquetas plazas, cuyo
perímetro lo delimitan soportales o edificios blasonados, de solido
granito de las canteras locales, todavía conservan en sus fachadas los
escudos heráldicos de las familias hidalgas que fueron núcleo a partir
del cual se fue concretando la ciudad tal y como hoy la conocemos. Sus
angostas calles nos hacen retrotraernos a épocas pretéritas en las que
por su pavimento empedrado pisaban con gallardía nuestros antepasados
que se dirigían a las tertulias literarias o a las sociedades culturales
que se prodigaban para lustre de la ciudad, tales como el Casino, el
liceo Gimnasio, la Sociedad Arqueológica, etc.
Los
paseos por la Alameda, donde la burguesía, la aristocracia y el pueblo
llano, disfrutaban de los conciertos de la banda del Hospicio,
constituían un buen pretexto para las relaciones sociales, pese a que
cada sector disponía de su zona sin mezclarse. Esos paseos eran la
prueba más palpable de una sociedad estratificada y clasista pero que al
convivir en una ciudad pequeña, y al conocerse unos y otros, respetaban
y asumían esas diferencias de rango que el destino, las rentas y el
apellido les habían conferido, no desviándose nunca del rol que tenían
asignado.
Si
bien esta diferencia de clases hoy podemos juzgarla como una
reminiscencia del pasado, iba a tener un aspecto positivo dentro del
contexto histórico en el que se manifestó.