domingo, 9 de agosto de 2020

Comercio literario por J. Muruais

     Amigo lector, si no temiera asustarte comenzaría en latín estos renglones, diciendo sobre poco más o menos: Ars longa, vita brevis, con lo cual me ahorraría el pequeño prefacio que sigue y creo necesario para mejor inteligencia de este articulejo.

La materia de que voy a tratar es vastísima, casi abrumadora: baste decirte, que sobre ella pienso escribir un libro de 500 páginas el día que atraviese el Estrecho o salve los Pirineos algún dichoso émulo de las glorias del regenerador de la camisa que se atreva a intentar la regeneración del editor en la patria de Cervantes. Digo, ,pues, y aquí concluye el prefacio, que no otra cosa qe páginas de ese liro, es lo que ahora te ofrezco; descoloridos apuntes acerca de las supercherías más o menos lícitas y provechosas puestas en práctica en el comercio literario de nuestros días.

Por hoy me limitaré a hablarte casi exclusivamente de las traducciones, por supuesto del francés, género el más averiado de cuantos se presentan en los mercados nacionales.

Hay un pueblo en España que cuando se haga una buena Estadística criminal literaria, deberá figurar a la cabeza de todos los del antiguo y nuevo continente; un pueblo que ha producido el libro que cuenta con mayor número de ediciones en el presente siglo, y cuyo título trae a la memoria la obra pía del piadosísimo Luis Veuillot, conocida por Le parfum de Rome, un pueblo, en fin, donde funcionan máquinas sin rival para la fabricación de novelas por entregas, producto que entre nosotros desempeña el mismo papel que el opio entre los orientales…

Ese pueblo es Barcelona, y preciso es confesar que en el ramo de traducciones está aún a mayor altura que en todos los otros.  «Líbrenos Dios de un librero belga y de un traductor catalán»; he aquí el voto formulado todas las mañanas por los escritores franceses sin distinción de sexos ni opiniones. Razón sobrada tienen los paisanos de Alejandro Dumas y Octavio Feuillet en encomendarse a Dios para que los libre de la arregladora péñola de los compatricios de Amancio Peratoner. Citemos algunos casos prácticos.

Un respetable escritor de la ciudad condal, publica bajo este título Amor y arte por Alejandro Dumas, un retazo de novela de Bulwer cosido con bramante al Ascanio del insigne escritor francés. Ello es, que candidez y acierto tan superlativos, bien merecen que sean recompensados con una distinción ad hoc, por ejemplo, la misión honorífica dada a este editor por el Gobierno español, de propagar y esparcir en el principado de Cataluña y allende el mar, todos los ejemplares habidos y por aber de los Grandes Consejos de nuestro egregio la Coba Gomez (Don Juan).

Pero a bien que no dejaría de ser un competidor temible para optar a este priemi, otro editor barcelonés que estampa al frente de todos sus libros, a manera de Mane, Thecel, Fares, la siguiente advertencia: Seguirán todas las obras completas de este autor traducidas con igual esmero. ¡Con igual esmero! Edmundo About, prepárate a ver nuevamente la palabra fiebrosa, correspondencia catalana del epíteto fievreux; Arsenio Houssaye, considera que tal parecerán a oídos castellanos todas tus obras exornadas con inagotable profusión de párrafos que empiezan siempre poco más o menos en esta guisa: es por esto que el caballero estaba presto de la joven… Y vosotros, gala de Francia y honor de Europa, que os llamasteis aquí abajo Jorge Sand, Eugenio Sue, Honorato de Balzac, dormid, dormid tranquilos ese seño que no son bastantes a turbar todos los traductores barceloneses! ¿Quiero esto decir que en Madrid no haya que lamentar actos de igual índole literaria? No ciertamente, bástenos para prueba citar un hecho que recordarán muchísimos de mis lectores.

Cierto editor madrileño, el mismo que nos dio la joya de Gustavo Droz Monsieur, madame et le bebé absurdamente mutilada bajo el nombre de Papá, mamá y el niño,  dio en cierta ocasión a Fernandez y González, el encargo de continuar una obra de su colega Pérez Escrich, suspendida por enfermedad de este último. Fernández mató la mitad de los personajes de la obra y resucitó a la otra mitad. No contento con esto, introdujo en las inmaculadas páginas de la novela, ciertas escenas que debieron hacer ruborizar a su autor hasta lo blanco de los ojos. El pobre Escrich dio las gracias a su continuador con voz todavía doliente y se dedicó a desenredar a su modo la complicadísima madeja tejida por su compañero. Naturalmente, para ello tuvo a su vez que matar a los resucitados y resucitar a los muertos por Fernández y González. ¿Y el público? Preguntará algún lector demasiado inocente. El público contentísimo de haber hallado esta ocasión de comparar el estilo de sus dos autores favoritos!!

Concluyamos con el relato de un hecho no ocurrido en ninguna de las dos ciudades rivales. Poseíamos hace años cierto folletín del Diario de la Marina de Cuba que era la traducción de una novelita de Eugenio Sue titulada Un hijo de la Bretaña. Más tarde tropezamos con otro folletín de un periódico gaditano en el que se insertaba la misma novela con este nombre Teresa Dunayer. No nos sorprendió la variación de títulos en un país donde una misma novela de Paul de Kock corre en el mercado con seis o siete diferentes; pero lo que si nos causó un asombro sin límites fue el ver que el desenlace era diametralmente opuesto en ambas versiones. En Un hijo de la Bretaña morían todos los personajes de muerte violenta; en Teresa Dunoyer todo el mundo se casaba, era feliz y dotaba a su país de numerosísima prole… El caso era curioso y de difícil explicación. Teníala, sin embargo, muy sencilla… El clima de nuestra Antilla predispone a los traductores a las escenas trágicas; en la Península, gustan más de las situaciones dulces, pacíficas y templadas.

Jesús Muruais

El Heraldo Gallego,  6 de diciembre de 1876


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