I
Fenómenos de los más extraños nos presenta la historia literaria de todos los países, con la desmedida afición que se apodera de todos los escritorzuelos a cultivar las formas y géneros del arte más difíciles y arriesgados.
Pascual y Torres, Pérez Mandado, y otros grotescos (como les llamaría Gautier) atreviéndose con el drama, la manifestación más perfecta y acabada de la poesía, aún a riesgo de que alguna de sus obras se le convierta en ópera, como mal de su grado hubo de acontecer al insigne perito orensano D. Juan de la Cova Gómez, autor de más de cuarenta obras dramáticas aprobadas de real órden, bastarían como viviente prueba de la verdad de nuestras observaciones si no tuviéramos, como quien dice, a mano el ejemplo del Sr. Armesto, dedicándose con preferencia a escribir Diálogos, sin que las sombras de Platón y Quintiliano turben su sueño, ni alteren su tranquilidad.
Una y otra vez traza con deliberado propósito la caricatura de producciones inmortales y si de sus cuadros no se destacan los personajes, ni se ostenta el ingenio, ni viene el arte por un momento a dar vida a sus descoloridas creaciones, consuélase con el ejemplo del Padre Astete, a cuya altura arriba, no sin penosos esfuerzos, en contadas ocasiones.
Su última atrocidad en este género se titula: No tan calvos que se nos vean los sesos. Desde el epígrafe, ya asoman las condiciones de aticismo y gracia fina y urbana que solo resplandecen en los trabajos del genio. Verdad es que Platón, Cicerón y Quintiliano se han contentado con denominar sus obras nuestras, El banquete, El orador, De los oradores, pero Indalecio Armesto necesitaba un nombre más alto, sonoro y significativo, que desde el primer instante anunciase a las generaciones futuras lo peliagudo de la empresa a que pretende dar cima.
La razón principal de la preferencia de nuestro hombre por la forma dialogada, después de lo que ya hemos expuesto, es la siguiente: A Don Indalecio le agrada sobre todas las cosas el humo del incienso y cuando no llega a sus narices proviniendo de extraña mano, resignase a ser turiferario de sí mismo y para ello, nada más socorrido que la forma adoptada en sus lucubraciones. Él hace el primer papel, el de barba, y la misión del primer acólito que le da la réplica, como dicen nuestros vecinos, se reduce a prosternarse ante Él pasmándose en alta voz de que haya nacido de madre un hombre tan estupendo en todos los ramos del saber! Él recibe tales alabanzas como meritoria modestia: ¡No tanto, hombre, No tanto…! exclama conteniendo los arrebatos de su confidente. Y algunas veces lleva su magnanimidad hasta el extremo de consentir que le palpe de arriba abajo, en todos sentidos, para convencerse de que es un simple mortal el que se digna así hablarle mano a mano, honor del que solo disfrutó Moisés en la cima del Sinaí!
De cuando en cuando, se le devuelve al interlocutor un granito del incienso que gasta por arrobas en obsequio del maestro y como en el conocido cuento de los compadres, ambos quedan contentos y reventando de vanidad por todos los poros.
El objeto de Don Indalecio en esta ocasión, es demostrar que, en efecto, el cuento del que escribe estas líneas titulado Historia de un libro en folio está tomado de cierto capítulo de Le livre de Janin, como aseguró el Sr. Murguía, cinco años después de publicados los Cuentos soporíferos y cuando se creyó ofendido por su autor.
El hecho solo de tener que escribir varios artículos para demostrar la existencia de un plagio, prueba del modo más evidente que no se trata más que de engañar a algún incauto con vana fraseología. Los plagios solo se prueban de un modo: presentando el escrito primitivo y el que se supone copia del mismo. Es por lo tanto el más grande (tal vez el único) triunfo de mi carrera literaria lo que hoy acontece con este asunto. Mis más encarnizados enemigos no encuentran otra manera de desacreditar una obrilla mía, que la de insinuar que es plagio de otra anterior, devanándose los sesos más o menos visibles para que el público llegue a creer la siguiente proposición:
«El Sr. Muruais ha sido acusado de plagiario. En vista del silencio de su acusador, él se ha apresurado a publicar los dos textos aludidos y, hasta ahora, ninguna persona imparcial ha encontrado la tan cacareada semejanza. Pues bien: nosotros que somos sus enemigos personales y de ello hemos dado demasiadas pruebas, intentamos demostrar que si hubo plagio, o por lo menos que debiera haberlo habido, para satisfacción de nuestros añejos rencorcillos.»
Por hoy terminamos con dos advertencias. Helas aquí. Escribimos estas líneas a pesar de no haber aparecido firma alguna al pie de los artículos a que contestamos, porque así lo exige la necesidad de poner correctivo a los mil desafueros cometidos en el campo de la estética por el articulista. Nada nos importará que mañana aparezca otra firma que la del Sr. Armesto autorizando el trabajo a que nos referimos. El orden de factores no altera el producto. La firma del acólito no eximirá de responsabilidad al maestro.
La segunda de nuestras advertencias es con mucho más importante. Abrigamos la sospecha de que en la redacción de El Anunciador no se conoce ningún ejemplar de la obra de Janin y siendo así, toda discusión es ociosa. Por consiguiente, es menester para que continuemos la divertida tarea, que hoy mismo se nos demuestre lo fundado de nuestras presunciones.
Sr. Armesto. Usted o su acólito llaman cuento al título de Janin: hablan de invención, plan y no sé cuantas cosas más, lo cual me hace suponer que no saben siquiera que la anécdota de Janin es rigurosamente histórica como todas las de su libro y que solo el estilo de su narración le pertenece por completo. Y buen provecho, porque en esa parte de su libro de tal modo están situados los defectos de trivialidad y repeticiones que se le ha echado en cara la crítica contemporánea que dicha traducción he cuidado de atenuar, en lo posible estos defectos (a pesar de lo literal de la versión) por temor a que creyesen los lectores del suplemento que me había equivocado y les daba un cuento de V. en vez del cuento de Janin.
Jesús Muruais
El Lérez, 27 noviembre 1879
II
–¿Ha leído V. el artículo de tres columnas que publica El Trabajo con el epígrafe, «Páginas de un proceso ?»
Con esta sencillez verdaderamente sublime comienza el famoso Dialogo. Difícil facilidad que admirarán todos los pasantes de escribano del mundo!
Como tenemos prisa por llegar al punto objeto de controversia, nos limitaremos a refutar las dos observaciones que contiene el primer artículo de la serie.
Redúcese la primera a sostener que el articulista de “El Trabajo” odia al Sr. Murguía. D. Indalecio que aborrece a todo el género humano, porque todavía no le ha alzado un miserable estatus, es muy propenso a juzgar los sentimientos ajenos por los propios. ¿En qué se funda para lanzar al rostro de un adversario a quien no conoce una acusación de ese género? El articulista de “El Trabajo”, sépalo el Sr. Armesto, es un escritor tan modesto como sincero que se limita a compadecer a los que nacen dominados por todo linaje de bajas pasiones, sin que una sola vez logren hacerse superiores a los malos instintos que de la naturaleza heredaron. Aunque no firma su trabajo, no ha tratado de disfrazar su estilo y a través de él hemos reconocido a un querido compañero, que jamás ha tenido que ver con el Sr. Murguía y puede por lo tanto repetir el siné íra et studio de Tácito, con tanta tranquilidad de conciencia como el historiador romano.
La segunda de las observaciones a que nos referimos alcanza algunos grados más de profundidad que las del mismo Rochefoucauld. Hela aquí en toda su épica integridad «La prueba de que este juez carece de competencia, nos la ofrece el mismo Sr. Muruais al determinar con absoluta seguridad, a que cuento suyo alude el señor Murguía, y cuál de las diversas anécdotas de Janin es la que quiso indicar aquel en su comunicado.»
Vayamos por partes D. Manuel Murguía ha designado el «menos soporífero» de mis cuentos y no ha faltado un complaciente que haya completado ya tan clara indicación señalando por su nombre la «Historia de un libro en folio» en El Faro de Vigo, por más señas. Además, los otros cuatro cuentos «El tapabocas», «El beso del muerto», «Blas, el poeta» y «¿Quién sabe?» no podían parecerse a una obra, como la de Janin, que se ocupa exclusivamente del «libro. En cuanto a lo de encontrar el pasaje de Janin aludido, es todavía más fácil de explicar. Habiendo un bibliófilo y crímenes de por medio y teniendo en cuenta el dicho del sabio «stultorum numerus est infinito» fácil era comprender que no había de ser el Sr. Murguía él solo a soñar parecidos y fantasear semejanzas.
Lo que aquí sucede es que los interlocutores del Diálogo no conocen ni por el forro la obra de Janin y por eso exclama uno de ellos en arranque de ingenuidad conmovedora: «¡Soy un ganso!» Sí, hijo mío, y estás condenado a hablar por boca de idem, mientras duren estos artículos, como que su autor ha tratado nada menos que de escribir en competencia con Cervantes un «Diálogo de los gansos», con la intención de oscurecer las glorias del Cipión y Berganza del insigne creador de El Quijote.
Mañana proseguiremos este «Cuento de cuentos» que hemos bautizado así, a pesar de Quevedo, porque ningún otro nombre podría convenir mejor a mi trabajo en que se trata de «cuentos» y se prueba que es puro «cuento» cuanto de ellos dicen algunos.
Jesús Muruais
El Lérez, 28 de noviembre 1879
III
Y
comienza la segunda parte del diálogo de
los gansos:
–«Me
siento y escucho, si V. quiere empezar.»
Ya
debió V. haberle mandado sentar hace media hora. La cortesía tiene exigencias
tan respetables como el arte, solo que V. atropella las unas y las otras con
igual descaro. Ninguna necesidad teníamos de saber que el amigo estaba ya
cansado de oírle a V., resolviéndose por fin a aguardar sentado la demostración ofrecida.
Y
aquí comienza la sección doctrinal, que es al mismo tiempo la más recreativa de
la obra.
«En
primer lugar, yo distingo en toda obra literaria dos elementos constitutivos
que son: la idea y la forma. La idea es lo que llamamos fondo de la obra, pero la forma se divide en sustancial y verbal.
Aquella es la manera de presentar y desenvolver la idea y esta es el lenguaje.»
Esto
quiere decir pura y simplemente que en toda obra literaria, además del asunto, hay dos elementos personales. El fondo constituido por los
pensamientos del escritor; la forma,
que recibe el nombre de estilo cuando se refiere al modo peculiar con que aparecen
presentados en un escrito y lenguaje
cuando se concreta a las voces, giros y frases con que se expresan. Todos los
tratados elementales de Retórica podían enseñar esto mismo al infeliz acólito,
sin verse obligado a oírlo ni de pie ni sentado, al Sr. Armesto que se ha
valido para su explicación de los mismos términos que emplearía un procurador
de número.
«El
plagio, continúa el maestro, puede ser simple o doble. El primero se comete
cuando una persona se apodera, no solo de la idea (esta es siempre del dominio
público) sino del modo de presentarla y desenvolverla, que ha concebido otro,
aun cuando el lenguaje o forma verbal sea completamente distinta.»
Ya
apareció aquello. El Sr. Armesto no se ha contentado con desdoblar la forma,
sino que ahora divide en dos el plagio. Ese sistema de establecer principios arbitrarios
para deducir después consecuencias a su antojo, está muy desacreditado desde
Zoilo acá y ningún crítico apela ya a un recurso apolillado de puro viejo. Lo
que hay en realidad es ignorancia simple y doble y triple etc. La del autor del
Diálogo de los gansos es una
ignorancia elevada a la más alta potencia posible. Porque si lo que quiso decir
fue que el escritor que toma de otro el argumento y estilo de una obra, comete
un plagio, podía excusarse la molestia de repetir esa vulgaridad. Pero ha
querido decir más y vamos a probarle que no sabe por dónde se anda, como suele
decirse. Supongamos que después de Malherbe y Rioja viene otro poeta que trata
como aquellos de pintar la brevedad de la vida bajo la metáfora de la rosa.- La
idea o mejor el asunto con más la forma
sustancial tiene que ser la misma. ¿Puede, sin embargo, ser completamente
original? ¿Quién lo duda? De otro modo, el arte de la pintura, por ejemplo,
sería imposible.
El hijo natural de Alejandro Dumas (hijo) y Los Fourchambault de Emilio Augier son
dos obras dramáticas cuyos argumentos y forma
sustancial son idénticos. La mujer de
Claudio del primero de estos escritores y El nudo gordiano tienen igual argumento e igual forma sustancial.
¿Deja nadie por eso de considerar esta última obra como una joya nacional? Así
del drama de Dumas (padre) Kean y Un drama nuevo de Estébanez. Y por no
alargar desmesuradamente mi trabajo, concluyo con una observación. Media, Virginia, La muerte de César y
todos los asuntos históricos ¿podrían tratarse en el teatro, si prevaleciera la
absurda teoría que combatimos?
Y
esto nos lleva como por la mano a la parte burda
de la tarea del articulista, como él mismo la llama con rara perspicacia. Tan
burda, que el bueno de D. Indalecio cree a pies juntillas que Julio Janin ha
inventado la anécdota que figura en su libro. Por amor de Dios, no sea V. tan
calabaza y… tápese los sesos! La índole del libro de Julio Janin no permite
suponer que esta anécdota no sea tan rigurosamente histórica como todas las de
su obra.
Y
como para muestra basta un botón, nos bastará para evidenciar esta verdad, trascribir
sencillamente el sumario de la Jornada
5ª, donde precisamente se refiere el hecho en cuestión.- Helo aquí: «Geoffroy
Tory – Simón de Colines y las primeras letras grabadas – El testamento del
príncipe de Ligne – Menage y el papa ladrón de libros – Historia de un buen
hombre que robaba libros, devolviéndolos después –El suplicio de D. Vicente –El doctor Lindner – Primera edición de
las Epístolas de Ciceron – Las
bibliotecas despojadas – La Biblia de lord Galloway, marques de Ravigny –
Diderot, o el ladrón de libros, sin saberlo – La pastelera y el pastelero – Los
peligros de Bartolomé Barliani – El Bocaccio de 1535.»
Del
mismo modo que el autor francés no debía ni podía añadir nada de su cosecha a
cuanto nos refiere de Verrees y Mazarino, del marqués de Sade y de Voltaire
etc., tampoco osaría alterar el relato que ha tomado de la Gazeta de los tribunales a la cual ha plagiado el desdichado autor
de los Cuentos soporíferos, sin
saberlo, como el personaje de Moliere. Dicho sea esto en desagravio de la
memoria del creador de El asno muerto, incapaz de haber engendrado
una historia como la de don Fray Vicente. Janin únicamente ha tratado de
poetizar las hazañas de un hombre, que en resumidas cuentas era un ladrón como
otro cualquiera con la circunstancia de que solo robaba libros. Encargue V. a
Bailly Bailliere como yo he hecho un ejemplar de la obra de Janin y se
convencerá V. del propósito del escritor con la sola lectura de la jornada donde se inserta el capítulo en cuestión.
Entremos
ahora a extractar con rigurosa exactitud el mencionado pasaje y mi Historia de un libro en folio, cosa
necesaria porque V. procediendo con la mala fe que acostumbra, ha tergiversado
completamente los hechos.
Janin
copia de la Gazeta de los tribunales
un interrogatorio, del cual aparece: Que un LIBRERO (lo pongo así en letras
gordas que para V. lo vea bien) de Barcelona acostumbraba a asesinar a sus
clientes, después que forzado por la necesidad, les vendía alguna obra costosa
de que sentía haberse desprendido. Janin ha querido a toda costa convertir a
este asesino vulgar en un mártir de la posesión por los libros y no repara en
la inverosimilitud de su suposición. Pase porque una sola vez hubiese vendido
uno de sus libros, acosado por la necesidad recobrándole después a costa de un
crimen. Pero dos, tres, cuatro, hasta doce veces, ya es demasiado! Un
bibliófilo que consiente en vender habitualmente
sus libros no es tal bibliófilo. El D. Vicente de la Gazeta de los tribunales era pura, y simplemente, un bribón y
perdónenme sus manes si añado que han hecho perfectamente en ahorcarle! Dada
esta base falsa, natural es que todo el edificio venga a tierra. El castigo de
que el último ejemplar de que se apoderó no fuese único, nada debía importarle,
porque iba a morir en garrote al día siguiente y, sobre todo, porque no
tardaría ocho días en deshacerse de él, salvo el recuperarlo por el mismo
procedimiento, siquiera por que la cuenta de sus asesinatos llegase a la docena del fraile!
En
la Historia de un libro en folio no
sé lo que pasa, ni pretendo analizarlo, porque el autor es el menos competente
para desentrañar los resortes de su creación.
Le
ha escrito en la mañana del 14 de febrero de 1873. Eso es todo lo que sabe.
Lo
demás, lo ha dicho la crítica y, especialmente, el nunca bastante llorado D.
Patricio de la Escosura, a quien no pude por mi desdicha, ofrecer personalmente
el testimonio de mi imperecedera gratitud, por sus benévolas frases a propósito
del libro de un principiante totalmente desconocido en la República literaria.
No
se entienda por eso que renuncio a señalar con el dedo los errores de los
artículos de que hablamos. Por hoy bastará con destruir la ridícula afirmación
de que la introducción de mi cuento se puede variar o suprimir sin que este
sufra la más insignificante modificación.
Si
no hubiera cuidado en mi introducción de hacer ver al lector cuan dulce y
bondadoso es el carácter de un bibliófilo en la vida ordinaria; si no apareciesen puestas de relieve la malicia
inocente de estos hombres singulares y la brusca transformación que
experimentase cuando se les toca a su pasión dominante, si no hubiese inventado
la historia del ejemplar quemado por la Insquisición, que para el bibliófilo de
mi cuento, sin hijos y sin afecciones era como el alma de su existencia ¿qué
emoción podría producirle el relato de una querella sangrienta igual a las
muchas de que les da cuenta la gacetilla de periódicos?
No
insisto más y concluyo. Ya ve V. que si la
metafísica sirve para algo, por ejemplo, para hacer pasar al que la cultiva
por un pozo de ciencia a los ojos de
los que no la entienden ni la han estudiado nunca, de nada vale para suplir la
ausencia del sentido común, que no en balde aseguraba un metafísico que es el
menos común de los sentidos.
En
cuanto a la opinión del acólito de
que es V. un hombre singular para esto
de críticas literarias, estamos de todo punto conformes. La erudición pasmosa y
sutil delicadeza de ingenio de que V. hace alarde en estos estudios fuérzanme a
reconocerlo así. Más añado; si mi consejo valiera el cetro que la redacción de
El LEREZ destina al Sr. Murguía seria para V. Al fin y al cabo, no habría
necesidad de alargarle ni encogerlo, que no es poca ventaja
Jesús
Muruais
El
Lérez, 29 noviembre 1879.
IV
Sentiré
que haya señoras que lean los artículos «No
tan calvos…» de El Anunciador,
porque se expondrían a ver cosas más graves que los sesos del colega y no
anunciadas ciertamente en el programa de la función. Yo mismo, que jamás he
tratado de rivalizar en honestidad con San Adelino, ni con ningún otro santo,
me hallo en un verdadero apuro para dar cuenta del modo y manera que da
comienzo la tercera parte del Diálogo de
los gansos sin que mi propio rubor escandalice y despierte el soñoliento
pudor de los suscriptores al despreocupado diario. No me atrevo a pensar lo que
habrá ocurrido en la Poza, donde a falta de otros documentos que el historiador
no se ha cuidado de suministrarnos, debemos presumir que se han verificado los
interrogatorios, ni yo podré ponerlo jamás en claro, por la repugnancia
naturalísima que experimento a desenturbiar charcos, cuando la nariz, fiel y
diligente correo, me avisa con la debida anticipación los peligros inmediatos e
inevitable de tales empresas. Pero es lo cierto que la conferencia suspendida
ayer por pacífico modo, comienza hoy con un grito del acólito, que es toda una revelación tan franca como inesperada:
–«Deje
V. a un lado ciertas pequeñeces…
En
efecto, ¿qué necesidad tenía V. de las pequeñeces
para discusión? Me escamo y aplaudo la previsión y firmeza del acólito.
…
Y continuemos»
Don
Indalecio, dejando las pequeñeces, echa mano de otra teoría que es en sustancia
la de que en las obras literarias donde es uno mismo la idea o sujeto (asunto,
que decimos los cristianos) el objeto y el fin, se comete plagio forzosamente.
De
modo que todas las obras didácticas sobre un mismo ramo de los conocimientos
humanos y que necesariamente deben tener también idéntico objeto y fin, quedan
para in aeternum excluidas de aspirar
a la originalidad, por esta sentencia dictada desde la poza de la ranas. Es
decir que nadie podría después de Janin escribir obras como la suya, destinadas
a contar las peripecias del libro y de los que lo escriben, desde Guttemberg
hasta nuestros días, por la sencilla razón de que forzosamente habían de ser
idénticos el fin, objeto y sujeto de todas esas obras.
«Esto,
Inés, ello se alaba…»
……………………………………………………………………………………
Capítulo
de las diferencias. El Sr. Armesto se
indigna porque no han formado causa a Lubech, como al librero de Barcelona.
Estos abogadillos improvisados son atroces. Son capaces de buscar clientes hasta en los entes imaginarios,
a falta de otros, más reales y positivos. ¿Qué culpa tengo yo de que el
manuscrito de mi bibliófilo no me permita satisfacer los deseos del Sr. Armesto?
Si Goethe y el abate Prevost hubieran podido gozar de la fortuna del acólito, escuchando
los consejos del maestro di color che
sanno, de seguro hubieran añadido a las inmortales páginas del Werther y de Manon Lescaut, siquiera media docena de fojas, unidas a los autos.
¿No decía yo que el Sr. Armesto había de indicar que si no cometí el plagio de
que se me acusa, debiera de haberlo
cometido? De ahí su dolor porque no haya traído siquiera un escribano a casa
del desdichado Lubeck a embargarle el libro de Melanethon. ¿No es verdad que es
lástima que no se me haya pasado por las mientes convertir mi cuento en un
artículo de Variedades de la Revista de Legislación y Jurisprudencia!
¡Un cachito de proceso vendría también para reforzar la urdimbre tejida por la
malevolencia y la ignorancia de consuno! Pero la cosa ya no tiene remedio. El
bibliófilo asesino, que era un bendito varón a pesar de todo , no nos habla una
palabra de sus cuestiones con los tribunales de Colonia… Sin duda ¡oh vieja
sublime! ¡oh viejo admirable! ¡oh viejo loco! Como diría Janin, no concedió
importancia a la cosa. Absuelto o no procesado siquiera por la justicia, de lo
que él trata en su escrito es de hablar por última vez del perdurable objeto de
sus ansias: el libro de su abuelo. Sin embargo, no tengo inconveniente en decir
al Sr. Armesto, si este me guarda el secreto, que hay indicios vehementísimos
de que el tal manuscrito fue hecho por el bibliófilo, en los ratos de ocio de
presidio.
El
Sr. Armesto me ha de permitir que antes de copiar otro párrafo, me ría como un
muchacho de la ocurrencia que tuvo V. al escribirlo.
«¿Tan
imbécil era ese Lubeckt que no se le ha ocurrido la idea de pasar la mano por
encima, haciendo desaparecer de este modo aquella sangre negra, que después se convierte
en cárdena?»
¿Con
qué no ha comprendido V. la imposibilidad moral contra la que lucha en vano
Lübecth? ¿No comprende V. que aquella sangre, símbolo de su crimen, no le permite tocar a su fatal tesoro? ¿No
adivina V. todo lo terrible de su castigo, condenado a pasar toda su vida,
pensando en aquel libro, y viendo surgir de entre sus cerradas hojas el
espectro de su víctima? En el momento, la sangre derramada por su mano en la
primera página le impidió cerciorarse de la autenticidad del ejemplar tan
codiciado. Después, se interpuso siempre entre sus hojas y la portada, aquella
misma mano seca y descarnada que en la tienda de Lipper asió en la oscuridad
los Discursos de Melancthon. La mano
del muerto era para él cien veces más terrífica que la del vivo. El autor de la
Historia de un libro in folio ya
sabía que hay muchos lectores como V. que discurren con el criterio de un quita manchas. Por eso cuidó de poner al
fin del manuscrito del bibliófilo este grito de su alma despedazada por los
remordimientos: Sombra de mi abuelo,
perdóname el que no me atreva a asegurarme de haber cumplido tu último y más
ardiente deseo, pero aún cuando le tengo siempre delante de mí ¡siempre, aún
cuando cierro los ojos! No me atrevo ‘oh! no me atrevo a tocar a ese libro
comprado con la sangre de un semejante mío.
¡Más
ni por esas! Sr. Armesto, si V. se dedica por espacio de seis años a la asidua
lectura del Monalu o Colt y Vehi, podrá V. ya que no juzgar, entender al menos
mi Historia de un libro in folio. Mientras
tanto, excusa V. discurrir sobre el fin que me he propuesto al escribirle. El
fin es independiente y está fuera de las cualidades apreciables en una obra literaria. ¿Priva de un solo quilate de su
inmenso mérito a la obra de Cervantes, el que aun hoy no sepamos a que
atenernos sobre el fin que se propuso al concebirla?
Yo
solo sé de un fin que he conseguido
al escribir mi humilde cuento. El de probar, andando el tiempo, que a pesar de
su extremada sencillez, aún había de haber quien no lo entendiera. Usted ha
sido el que sin querer me ha ayudado a probar una cosa tan inverosímil a primera
vista. Por consiguiente , a V. y solo a V., corresponde la gloria del éxito
alcanzado.
El Lérez 1 de diciembre de 1879