jueves, 26 de noviembre de 2020

Jesús Muruais

      Hermano de Andrés, muy distinto en el aspecto físico y en la vida social, los Muruais parecían antitéticos, pero resultaron a la postre complementarios. Catedrático de instituto, Jesús impartió las asignaturas de Latín, Francés y Humanidades. Su vida profesional transcurrió entre Galicia, Extremadura y Madrid, con puntuales viajes a Portugal y Francia. Integrante del Grupo de Fonseca, comenzó estudios de Medicina, pero se graduó en las facultades de Derecho y Letras. En Compostela y en esos años de la Revolución de 1868, comenzó a formar una biblioteca y hemeroteca personal de enorme interés. Al contrario que su hermano, nunca fue hombre de acción. Si se prefiere, su campo de influencia fue mucho más discreto, quedando circunscrita al plano literario y al ejercicio continuado de una especie de caritativismo revolucionario. Ni siquiera se prodigó en los institutos. La crónica periodística, la poesía, cada vez más escasa, las tertulias de redacción y su casa (sobre todo la célebre casa del Arco de Pontevedra, donde se recató de manera definitiva) fueron el marco de una actividad intelectual cáustica y elitista, muy exigente. Dada la posición económica de esta casa, pudo pasarse la vida comprando “de catálogo” novedades españolas, parisinas y londinenses. Aunque su colección fue sometida a riguroso escrutinio familiar tras su fallecimiento, la quema se concentró en los materiales anticlericales que parecieron más irreverentes. La riqueza bibliográfica, unida a la presencia del grabado y la fotografía de autor, la convirtieron en objeto de culto y de leyenda. Se llegó a decir (y aún son muchos quienes lo creen) que la formación modernista de Ramón del Valle-Inclán es consecuencia del acceso a esas lecturas y materiales gráficos, en los que la mujer y el erotismo tienen presencia muy destacada. Republicano federal inorgánico de por vida, se las daba de escéptico e iconoclasta. Sus primeros pasos literarios (un folletín convertido en libro), sorprendieron a la crítica madrileña; pero el éxito intelectual de los originales Cuentos soporíferos (Pontevedra, Madrigal, 1874) le abrió los ojos. Todas las esperanzas de que pudiera sobrevivir en España como escritor profesional se apagaron con él. Desde entonces, su obra hay que buscarla en la prensa y la revistería gallega y madrileña. Tiene evidente interés. Con Luis Taboada, Arturo Vázquez Núñez y Valentín Lamas Carvajal, los Muruais forman parte de la generación pionera del humorismo gallego. Jesús creó un tipo, muy ajustado a su manera de comportarse: el mirón libidinoso. También dio nombre, ocurrencias y abundante colaboración —rigurosamente anónima— al primer periódico escrito en gallego desde la cabecera a los anuncios: O Tío Marcos da Portela (Orense, desde 1876). En la penetración del modernismo gráfico y literario en Galicia desempeñó importante papel, sin que se le pueda considerar propiamente modernista. Se reveló, también, como crítico severo y puntilloso. Cáusticas, pero dotadas de gracia y penetración, son sus ineludibles semblanzas galicianas (Orense, 1876; Coruña, 1884). Su conferencia sobre Roberto Burns viene a ser una especie de historia literaria internacional del movimiento obrero. Fueron ruidosas y continuadas las duras polémicas libradas con Manuel Murguía y Leopoldo Alas (Clarín), instantáneo condiscípulo en el instituto de Pontevedra. El fondo Muruais, adquirido en su día por el Ministerio de Educación, fue catalogado y publicado en 1972 por Jean-Marie y Elianne Lavaud. Puede consultarse en la Biblioteca Nodal de Pontevedra.

 Obras de ~: Cuentos soporíferos, Pontevedra, Madrigal, 1874; Semblanzas galicianas, Orense, 1876 [Coruña, Imprenta y Estereotipia de V. Abad, 1884 (nueva ed. aum. con una segunda serie)].

Bibl.: J.-M. Lavaud, “Una biblioteca pontevedresa a finales del siglo xix (De Jesús Muruais hacia Valle Inclán)”, en Estudios de Información, (Madrid) (octubre-diciembre de 1972), págs. 257-401; X. L. Cabo (coord.), Fotografía decimonónica: Colección Muruais, catálogo de exposición, O Carballiño, Xociviga, 1992; J. A. Durán, Historia e lenda dos Muruais. Do folletín postromántico ó andel modernista, Madrid, J. A. Durán, 2004 [libro-DVD con el tít. Con Valle-Inclán de fondo. A pegada dos Muruais (La huella de los Muruais)].

José Antonio Durán

martes, 3 de noviembre de 2020

Jesús Muruais

      Es Muruais, sin género de duda, el escritor gallego que mejor posee y con más acierto cultiva el difícil arte de la crítica literaria; pues une a su mucha y bien digerida lectura, un certero golpe de vista, buen sentido, gusto depurado y perspicaz espíritu de observación.

Si en vez del vicio de la pereza, único que le conozco, tuviese la virtud de la actividad,
su nombre como crítico y escritor notable, resonaría hoy, fuera del estrecho círculo de la pequeña patria donde todos le admiramos, todavía más alto que otros muchos que figuran en la primera aristocracia del reino de las letras.

Y esa pereza literaria es sin embargo muy disculpable; suelen ser acicates de la pluma cuando no los anhelos de la gloria, los apremios de la prosaica necesidad; y el autor de las Semblanzas Galicianas, libre de aspiraciones ambiciosas y a salvo de las estrecheces que engendra la pobreza, abandona la fatigosa labor de escribir para el público, y en la paz de su biblioteca, rodeado de libros que le deleitan y de amigos que le estiman, vive feliz y tranquilo como el pez en el agua.

¡Y qué biblioteca aquella! Quizás no haya dos en Galicia que puedan igualársele. Dentro de sus estantes se apiñan aprisionados, desde la obra rara de la que solamente se hizo una pequeña edición de ejemplares numerados, hasta el libro popular que se extiende por el mundo literario. No bien se anuncia algo nuevo en literatura o arte, ya está Muruais adquiriéndolo antes que nadie; y sin salir de allí, dentro del amplio salón, puede el más exigente pasar brillante revista a las obras de todos los grandes ingenios contemporáneos.

     En aquel oasis literario, verdadero arsenal de libros y curiosidades, ha penetrado Galicia Moderna, a buscar noticias, a provistarse de datos, a revolverlo todo, a inquietar a Muruais obligándole a escribir una sección en sus columnas, y fotografiando, en fin, un pequeño trozo de un lienzo de su magnífica biblioteca.

Y Muruais, que posee un corazón que nada tiene que envidiar a su talento, a pesar de ser este muy grande, se amoldó a todas las exigencias, activo, complaciente y cariñoso; pues lo que nunca lograrían ni los halagos de la gloria, ni las tentaciones del lucro, lo consiguieron sencillamente las súplicas de un amigo. ¡Que, aunque pocas veces, también la amistad obra milagros!

Y aquí pongo remate a esta tentativa de artículo tn corto como malo; y no quiera Dios que cuando Muruais lo lea, me aplique aquella célebre frase que hilzo a propósito de cierto escritorzuelo muy pagado de si mismo.

–A ese – decía, con la gracia e intención que le caracterizan – hay que levantarle una estatua ecuestre… pero sin jinete.

 

Enrique Labarta Pose

Galicia Moderna 1 de junio de 1897

lunes, 2 de noviembre de 2020

Corona fúnebre a A. Muruais


Corona fúnebre a Andrés Muruais.  Digitalización de José M. Ramos

El affaire Murguía-Muruais en la prensa

Cuento de cuentos por J. Muruais

 I

Fenómenos de los más extraños nos presenta la historia literaria de todos los países, con la desmedida afición que se apodera de todos los escritorzuelos a cultivar las formas y géneros del arte más difíciles y arriesgados.
     Pascual y Torres, Pérez Mandado, y otros grotescos (como les llamaría Gautier) atreviéndose con el drama, la manifestación más perfecta y acabada de la poesía, aún a riesgo de que alguna de sus obras se le convierta en ópera, como mal de su grado hubo de acontecer al insigne perito orensano D. Juan de la Cova Gómez, autor de más de cuarenta obras dramáticas aprobadas de real órden, bastarían como viviente prueba de la verdad de nuestras observaciones si no tuviéramos, como quien dice, a mano el ejemplo del Sr. Armesto, dedicándose con preferencia a escribir Diálogos, sin que las sombras de Platón y Quintiliano turben su sueño, ni alteren su tranquilidad.
     Una y otra vez traza con deliberado propósito la caricatura de producciones inmortales y si de sus cuadros no se destacan los personajes, ni se ostenta el ingenio, ni viene el arte por un momento a dar vida a sus descoloridas creaciones, consuélase con el ejemplo del Padre Astete, a cuya altura arriba, no sin penosos esfuerzos, en contadas ocasiones.
     Su última atrocidad en este género se titula: No tan calvos que se nos vean los sesos. Desde el epígrafe, ya asoman las condiciones de aticismo y gracia fina y urbana que solo resplandecen en los trabajos del genio. Verdad es que Platón, Cicerón y Quintiliano se han contentado con denominar sus obras nuestras, El banquete, El orador, De los oradores, pero Indalecio Armesto necesitaba un nombre más alto, sonoro y significativo, que desde el primer instante anunciase a las generaciones futuras lo peliagudo de la empresa a que pretende dar cima.
     La razón principal de la preferencia de nuestro hombre por la forma dialogada, después de lo que ya hemos expuesto, es la siguiente: A Don Indalecio le agrada sobre todas las cosas el humo del incienso y cuando no llega a sus narices proviniendo de extraña mano, resignase a ser turiferario de sí mismo y para ello, nada más socorrido que la forma adoptada en sus lucubraciones. Él hace el primer papel, el de barba, y la misión del primer acólito que le da la réplica, como dicen nuestros vecinos, se reduce a prosternarse ante Él pasmándose en alta voz de que haya nacido de madre un hombre tan estupendo en todos los ramos del saber! Él recibe tales alabanzas como meritoria modestia: ¡No tanto, hombre, No tanto…! exclama conteniendo los arrebatos de su confidente. Y algunas veces lleva su magnanimidad hasta el extremo de consentir que le palpe de arriba abajo, en todos sentidos, para convencerse de que es un simple mortal el que se digna así hablarle mano a mano, honor del que solo disfrutó Moisés en la cima del Sinaí!
     De cuando en cuando, se le devuelve al interlocutor un granito del incienso que gasta por arrobas en obsequio del maestro y como en el conocido cuento de los compadres, ambos quedan contentos y reventando de vanidad por todos los poros.
     El objeto de Don Indalecio en esta ocasión, es demostrar que, en efecto, el cuento del que escribe estas líneas titulado Historia de un libro en folio está tomado de cierto capítulo de Le livre de Janin, como aseguró el Sr. Murguía, cinco años después de publicados los Cuentos soporíferos y cuando se creyó ofendido por su autor.
     El hecho solo de tener que escribir varios artículos para demostrar la existencia de un plagio, prueba del modo más evidente que no se trata más que de engañar a algún incauto con vana fraseología. Los plagios solo se prueban de un modo: presentando el escrito primitivo y el que se supone copia del mismo. Es por lo tanto el más grande (tal vez el único) triunfo de mi carrera literaria lo que hoy acontece con este asunto. Mis más encarnizados enemigos no encuentran otra manera de desacreditar una obrilla mía, que la de insinuar que es plagio de otra anterior, devanándose los sesos más o menos visibles para que el público llegue a creer la siguiente proposición:
     «El Sr. Muruais ha sido acusado de plagiario. En vista del silencio de su acusador, él se ha apresurado a publicar los dos textos aludidos y, hasta ahora, ninguna persona imparcial ha encontrado la tan cacareada semejanza. Pues bien: nosotros que somos sus enemigos personales y de ello hemos dado demasiadas pruebas, intentamos demostrar que si hubo plagio, o por lo menos que debiera haberlo habido, para satisfacción de nuestros añejos rencorcillos.»
     Por hoy terminamos con dos advertencias. Helas aquí. Escribimos estas líneas a pesar de no haber aparecido firma alguna al pie de los artículos a que contestamos, porque así lo exige la necesidad de poner correctivo a los mil desafueros cometidos en el campo de la estética por el articulista. Nada nos importará que mañana aparezca otra firma que la del Sr. Armesto autorizando el trabajo a que nos referimos. El orden de factores no altera el producto. La firma del acólito no eximirá de responsabilidad al maestro.
     La segunda de nuestras advertencias es con mucho más importante. Abrigamos la sospecha de que en la redacción de El Anunciador no se conoce ningún ejemplar de la obra de Janin y siendo así, toda discusión es ociosa. Por consiguiente, es menester para que continuemos la divertida tarea, que hoy mismo se nos demuestre lo fundado de nuestras presunciones.
     Sr. Armesto. Usted o su acólito llaman cuento al título de Janin: hablan de invención, plan y no sé cuantas cosas más, lo cual me hace suponer que no saben siquiera que la anécdota de Janin es rigurosamente histórica como todas las de su libro y que solo el estilo de su narración le pertenece por completo. Y buen provecho, porque en esa parte de su libro de tal modo están situados los defectos de trivialidad y repeticiones que se le ha echado en cara la crítica contemporánea que dicha traducción he cuidado de atenuar, en lo posible estos defectos (a pesar de lo literal de la versión) por temor a que creyesen los lectores del suplemento que me había equivocado y les daba un cuento de V. en vez del cuento de Janin.

Jesús Muruais
 El Lérez, 27 noviembre 1879

 II

 –¿Ha leído V. el artículo de tres columnas que publica El Trabajo con el epígrafe, «Páginas de un proceso ?»
     Con esta sencillez verdaderamente sublime comienza el famoso Dialogo. Difícil facilidad que admirarán todos los pasantes de escribano del mundo!
     Como tenemos prisa por llegar al punto objeto de controversia, nos limitaremos a refutar las dos observaciones que contiene el primer artículo de la serie.
     Redúcese la primera a sostener que el articulista de “El Trabajo” odia al Sr. Murguía. D. Indalecio que aborrece a todo el género humano, porque todavía no le ha alzado un miserable estatus, es muy propenso a juzgar los sentimientos ajenos por los propios. ¿En qué se funda para lanzar al rostro de un adversario a quien no conoce una acusación de ese género? El articulista de “El Trabajo”, sépalo el Sr. Armesto, es un escritor tan modesto como sincero que se limita a compadecer a los que nacen dominados por todo linaje de bajas pasiones, sin que una sola vez logren hacerse superiores a los malos instintos que de la naturaleza heredaron. Aunque no firma su trabajo, no ha tratado de disfrazar su estilo y a través de él hemos reconocido a un querido compañero, que jamás ha tenido que ver con el Sr. Murguía y puede por lo tanto repetir el siné íra et studio de Tácito, con tanta tranquilidad de conciencia como el historiador romano.
     La segunda de las observaciones a que nos referimos alcanza algunos grados más de profundidad que las del mismo Rochefoucauld. Hela aquí en toda su épica integridad «La prueba de que este juez carece de competencia, nos la ofrece el mismo Sr. Muruais al determinar con absoluta seguridad, a que cuento suyo alude el señor Murguía, y cuál de las diversas anécdotas de Janin es la que quiso indicar aquel en su comunicado.»
     Vayamos por partes D. Manuel Murguía ha designado el «menos soporífero» de mis cuentos y no ha faltado un complaciente que haya completado ya tan clara indicación señalando por su nombre la «Historia de un libro en folio» en El Faro de Vigo, por más señas. Además, los otros cuatro cuentos «El tapabocas», «El beso del muerto», «Blas, el poeta» y «¿Quién sabe?» no podían parecerse a una obra, como la de Janin, que se ocupa exclusivamente del «libro. En cuanto a lo de encontrar el pasaje de Janin aludido, es todavía más fácil de explicar. Habiendo un bibliófilo y crímenes de por medio y teniendo en cuenta el dicho del sabio «stultorum numerus est infinito» fácil era comprender que no había de ser el Sr. Murguía él solo a soñar parecidos y fantasear semejanzas.
     Lo que aquí sucede es que los interlocutores del Diálogo no conocen ni por el forro la obra de Janin y por eso exclama uno de ellos en arranque de ingenuidad conmovedora: «¡Soy un ganso!» Sí, hijo mío, y estás condenado a hablar por boca de idem, mientras duren estos artículos, como que su autor ha tratado nada menos que de escribir en competencia con Cervantes un «Diálogo de los gansos», con la intención de oscurecer las glorias del Cipión y Berganza del insigne creador de El Quijote.
     Mañana proseguiremos este «Cuento de cuentos» que hemos bautizado así, a pesar de Quevedo, porque ningún otro nombre podría convenir mejor a mi trabajo en que se trata de «cuentos» y se prueba que es puro «cuento» cuanto de ellos dicen algunos.

Jesús Muruais
El Lérez, 28 de noviembre 1879

III

Y comienza la segunda parte del diálogo de los gansos:
     –«Me siento y escucho, si V. quiere empezar.»
     Ya debió V. haberle mandado sentar hace media hora. La cortesía tiene exigencias tan respetables como el arte, solo que V. atropella las unas y las otras con igual descaro. Ninguna necesidad teníamos de saber que el amigo estaba ya cansado de oírle a V., resolviéndose por fin a aguardar sentado la demostración ofrecida.
     Y aquí comienza la sección doctrinal, que es al mismo tiempo la más recreativa de la obra.
     «En primer lugar, yo distingo en toda obra literaria dos elementos constitutivos que son: la idea y la forma. La idea es lo que llamamos fondo de la obra, pero la forma se divide en sustancial y verbal. Aquella es la manera de presentar y desenvolver la idea y esta es el lenguaje.»
     Esto quiere decir pura y simplemente que en toda obra literaria, además del asunto, hay dos elementos personales. El fondo constituido por los pensamientos del escritor; la forma, que recibe el nombre de estilo cuando se refiere al modo peculiar con que aparecen presentados en un escrito y lenguaje cuando se concreta a las voces, giros y frases con que se expresan. Todos los tratados elementales de Retórica podían enseñar esto mismo al infeliz acólito, sin verse obligado a oírlo ni de pie ni sentado, al Sr. Armesto que se ha valido para su explicación de los mismos términos que emplearía un procurador de número.
     «El plagio, continúa el maestro, puede ser simple o doble. El primero se comete cuando una persona se apodera, no solo de la idea (esta es siempre del dominio público) sino del modo de presentarla y desenvolverla, que ha concebido otro, aun cuando el lenguaje o forma verbal sea completamente distinta.»
     Ya apareció aquello. El Sr. Armesto no se ha contentado con desdoblar la forma, sino que ahora divide en dos el plagio. Ese sistema de establecer principios arbitrarios para deducir después consecuencias a su antojo, está muy desacreditado desde Zoilo acá y ningún crítico apela ya a un recurso apolillado de puro viejo. Lo que hay en realidad es ignorancia simple y doble y triple etc. La del autor del Diálogo de los gansos es una ignorancia elevada a la más alta potencia posible. Porque si lo que quiso decir fue que el escritor que toma de otro el argumento y estilo de una obra, comete un plagio, podía excusarse la molestia de repetir esa vulgaridad. Pero ha querido decir más y vamos a probarle que no sabe por dónde se anda, como suele decirse. Supongamos que después de Malherbe y Rioja viene otro poeta que trata como aquellos de pintar la brevedad de la vida bajo la metáfora de la rosa.- La idea o mejor el asunto con más la forma sustancial tiene que ser la misma. ¿Puede, sin embargo, ser completamente original? ¿Quién lo duda? De otro modo, el arte de la pintura, por ejemplo, sería imposible.
     El hijo natural de Alejandro Dumas (hijo) y Los Fourchambault de Emilio Augier son dos obras dramáticas cuyos argumentos y forma sustancial son idénticos. La mujer de Claudio del primero de estos escritores y El nudo gordiano tienen igual argumento e igual forma sustancial. ¿Deja nadie por eso de considerar esta última obra como una joya nacional? Así del drama de Dumas (padre) Kean y Un drama nuevo de Estébanez. Y por no alargar desmesuradamente mi trabajo, concluyo con una observación. Media, Virginia, La muerte de César y todos los asuntos históricos ¿podrían tratarse en el teatro, si prevaleciera la absurda teoría que combatimos?
     Y esto nos lleva como por la mano a la parte burda de la tarea del articulista, como él mismo la llama con rara perspicacia. Tan burda, que el bueno de D. Indalecio cree a pies juntillas que Julio Janin ha inventado la anécdota que figura en su libro. Por amor de Dios, no sea V. tan calabaza y… tápese los sesos! La índole del libro de Julio Janin no permite suponer que esta anécdota no sea tan rigurosamente histórica como todas las de su obra.
     Y como para muestra basta un botón, nos bastará para evidenciar esta verdad, trascribir sencillamente el sumario de la Jornada 5ª, donde precisamente se refiere el hecho en cuestión.- Helo aquí: «Geoffroy Tory – Simón de Colines y las primeras letras grabadas – El testamento del príncipe de Ligne – Menage y el papa ladrón de libros – Historia de un buen hombre que robaba libros, devolviéndolos después –El suplicio de D. Vicente –El doctor Lindner – Primera edición de las Epístolas de Ciceron – Las bibliotecas despojadas – La Biblia de lord Galloway, marques de Ravigny – Diderot, o el ladrón de libros, sin saberlo – La pastelera y el pastelero – Los peligros de Bartolomé Barliani – El Bocaccio de 1535.»
     Del mismo modo que el autor francés no debía ni podía añadir nada de su cosecha a cuanto nos refiere de Verrees y Mazarino, del marqués de Sade y de Voltaire etc., tampoco osaría alterar el relato que ha tomado de la Gazeta de los tribunales a la cual ha plagiado el desdichado autor de los Cuentos soporíferos, sin saberlo, como el personaje de Moliere. Dicho sea esto en desagravio de la memoria del creador de El asno muerto, incapaz de haber engendrado una historia como la de don Fray Vicente. Janin únicamente ha tratado de poetizar las hazañas de un hombre, que en resumidas cuentas era un ladrón como otro cualquiera con la circunstancia de que solo robaba libros. Encargue V. a Bailly Bailliere como yo he hecho un ejemplar de la obra de Janin y se convencerá V. del propósito del escritor con la sola lectura de la jornada donde se inserta el capítulo en cuestión.
     Entremos ahora a extractar con rigurosa exactitud el mencionado pasaje y mi Historia de un libro en folio, cosa necesaria porque V. procediendo con la mala fe que acostumbra, ha tergiversado completamente los hechos.
     Janin copia de la Gazeta de los tribunales un interrogatorio, del cual aparece: Que un LIBRERO (lo pongo así en letras gordas que para V. lo vea bien) de Barcelona acostumbraba a asesinar a sus clientes, después que forzado por la necesidad, les vendía alguna obra costosa de que sentía haberse desprendido. Janin ha querido a toda costa convertir a este asesino vulgar en un mártir de la posesión por los libros y no repara en la inverosimilitud de su suposición. Pase porque una sola vez hubiese vendido uno de sus libros, acosado por la necesidad recobrándole después a costa de un crimen. Pero dos, tres, cuatro, hasta doce veces, ya es demasiado! Un bibliófilo que consiente en vender habitualmente sus libros no es tal bibliófilo. El D. Vicente de la Gazeta de los tribunales era pura, y simplemente, un bribón y perdónenme sus manes si añado que han hecho perfectamente en ahorcarle! Dada esta base falsa, natural es que todo el edificio venga a tierra. El castigo de que el último ejemplar de que se apoderó no fuese único, nada debía importarle, porque iba a morir en garrote al día siguiente y, sobre todo, porque no tardaría ocho días en deshacerse de él, salvo el recuperarlo por el mismo procedimiento, siquiera por que la cuenta de sus asesinatos llegase a la docena del fraile!
     En la Historia de un libro en folio no sé lo que pasa, ni pretendo analizarlo, porque el autor es el menos competente para desentrañar los resortes de su creación.
     Le ha escrito en la mañana del 14 de febrero de 1873. Eso es todo lo que sabe.
    Lo demás, lo ha dicho la crítica y, especialmente, el nunca bastante llorado D. Patricio de la Escosura, a quien no pude por mi desdicha, ofrecer personalmente el testimonio de mi imperecedera gratitud, por sus benévolas frases a propósito del libro de un principiante totalmente desconocido en la República literaria.
     No se entienda por eso que renuncio a señalar con el dedo los errores de los artículos de que hablamos. Por hoy bastará con destruir la ridícula afirmación de que la introducción de mi cuento se puede variar o suprimir sin que este sufra la más insignificante modificación.
     Si no hubiera cuidado en mi introducción de hacer ver al lector cuan dulce y bondadoso es el carácter de un bibliófilo en la vida ordinaria; si no apareciesen puestas de relieve la malicia inocente de estos hombres singulares y la brusca transformación que experimentase cuando se les toca a su pasión dominante, si no hubiese inventado la historia del ejemplar quemado por la Insquisición, que para el bibliófilo de mi cuento, sin hijos y sin afecciones era como el alma de su existencia ¿qué emoción podría producirle el relato de una querella sangrienta igual a las muchas de que les da cuenta la gacetilla de periódicos?
     No insisto más y concluyo. Ya ve V. que si la metafísica sirve para algo, por ejemplo, para hacer pasar al que la cultiva por un pozo de ciencia a los ojos de los que no la entienden ni la han estudiado nunca, de nada vale para suplir la ausencia del sentido común, que no en balde aseguraba un metafísico que es el menos común de los sentidos.
     En cuanto a la opinión del acólito de que es V. un hombre singular para esto de críticas literarias, estamos de todo punto conformes. La erudición pasmosa y sutil delicadeza de ingenio de que V. hace alarde en estos estudios fuérzanme a reconocerlo así. Más añado; si mi consejo valiera el cetro que la redacción de El LEREZ destina al Sr. Murguía seria para V. Al fin y al cabo, no habría necesidad de alargarle ni encogerlo, que no es poca ventaja

Jesús Muruais
El Lérez, 29 noviembre 1879.

IV

Sentiré que haya señoras que lean los artículos «No tan calvos…» de El Anunciador, porque se expondrían a ver cosas más graves que los sesos del colega y no anunciadas ciertamente en el programa de la función. Yo mismo, que jamás he tratado de rivalizar en honestidad con San Adelino, ni con ningún otro santo, me hallo en un verdadero apuro para dar cuenta del modo y manera que da comienzo la tercera parte del Diálogo de los gansos sin que mi propio rubor escandalice y despierte el soñoliento pudor de los suscriptores al despreocupado diario. No me atrevo a pensar lo que habrá ocurrido en la Poza, donde a falta de otros documentos que el historiador no se ha cuidado de suministrarnos, debemos presumir que se han verificado los interrogatorios, ni yo podré ponerlo jamás en claro, por la repugnancia naturalísima que experimento a desenturbiar charcos, cuando la nariz, fiel y diligente correo, me avisa con la debida anticipación los peligros inmediatos e inevitable de tales empresas. Pero es lo cierto que la conferencia suspendida ayer por pacífico modo, comienza hoy con un grito del acólito, que es toda una revelación tan franca como inesperada:
     –«Deje V. a un lado ciertas pequeñeces…
    En efecto, ¿qué necesidad tenía V. de las pequeñeces para discusión? Me escamo y aplaudo la previsión y firmeza del acólito.
     … Y continuemos»
     Don Indalecio, dejando las pequeñeces, echa mano de otra teoría que es en sustancia la de que en las obras literarias donde es uno mismo la idea o sujeto (asunto, que decimos los cristianos) el objeto y el fin, se comete plagio forzosamente.
     De modo que todas las obras didácticas sobre un mismo ramo de los conocimientos humanos y que necesariamente deben tener también idéntico objeto y fin, quedan para in aeternum excluidas de aspirar a la originalidad, por esta sentencia dictada desde la poza de la ranas. Es decir que nadie podría después de Janin escribir obras como la suya, destinadas a contar las peripecias del libro y de los que lo escriben, desde Guttemberg hasta nuestros días, por la sencilla razón de que forzosamente habían de ser idénticos el fin, objeto y sujeto de todas esas obras.
     «Esto, Inés, ello se alaba…»

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Capítulo de las diferencias. El Sr. Armesto se indigna porque no han formado causa a Lubech, como al librero de Barcelona. Estos abogadillos improvisados son atroces. Son capaces de buscar clientes hasta en los entes imaginarios, a falta de otros, más reales y positivos. ¿Qué culpa tengo yo de que el manuscrito de mi bibliófilo no me permita satisfacer los deseos del Sr. Armesto? Si Goethe y el abate Prevost hubieran podido gozar de la fortuna del acólito, escuchando los consejos del maestro di color che sanno, de seguro hubieran añadido a las inmortales páginas del Werther y de Manon Lescaut, siquiera media docena de fojas, unidas a los autos. ¿No decía yo que el Sr. Armesto había de indicar que si no cometí el plagio de que se me acusa, debiera de haberlo cometido? De ahí su dolor porque no haya traído siquiera un escribano a casa del desdichado Lubeck a embargarle el libro de Melanethon. ¿No es verdad que es lástima que no se me haya pasado por las mientes convertir mi cuento en un artículo de Variedades de la Revista de Legislación y Jurisprudencia! ¡Un cachito de proceso vendría también para reforzar la urdimbre tejida por la malevolencia y la ignorancia de consuno! Pero la cosa ya no tiene remedio. El bibliófilo asesino, que era un bendito varón a pesar de todo , no nos habla una palabra de sus cuestiones con los tribunales de Colonia… Sin duda ¡oh vieja sublime! ¡oh viejo admirable! ¡oh viejo loco! Como diría Janin, no concedió importancia a la cosa. Absuelto o no procesado siquiera por la justicia, de lo que él trata en su escrito es de hablar por última vez del perdurable objeto de sus ansias: el libro de su abuelo. Sin embargo, no tengo inconveniente en decir al Sr. Armesto, si este me guarda el secreto, que hay indicios vehementísimos de que el tal manuscrito fue hecho por el bibliófilo, en los ratos de ocio de presidio.
     El Sr. Armesto me ha de permitir que antes de copiar otro párrafo, me ría como un muchacho de la ocurrencia que tuvo V. al escribirlo.
     «¿Tan imbécil era ese Lubeckt que no se le ha ocurrido la idea de pasar la mano por encima, haciendo desaparecer de este modo aquella sangre negra, que después se convierte en cárdena?»
     ¿Con qué no ha comprendido V. la imposibilidad moral contra la que lucha en vano Lübecth? ¿No comprende V. que aquella sangre, símbolo de su crimen, no le permite tocar a su fatal tesoro? ¿No adivina V. todo lo terrible de su castigo, condenado a pasar toda su vida, pensando en aquel libro, y viendo surgir de entre sus cerradas hojas el espectro de su víctima? En el momento, la sangre derramada por su mano en la primera página le impidió cerciorarse de la autenticidad del ejemplar tan codiciado. Después, se interpuso siempre entre sus hojas y la portada, aquella misma mano seca y descarnada que en la tienda de Lipper asió en la oscuridad los Discursos de Melancthon. La mano del muerto era para él cien veces más terrífica que la del vivo. El autor de la Historia de un libro in folio ya sabía que hay muchos lectores como V. que discurren con el criterio de un quita manchas. Por eso cuidó de poner al fin del manuscrito del bibliófilo este grito de su alma despedazada por los remordimientos: Sombra de mi abuelo, perdóname el que no me atreva a asegurarme de haber cumplido tu último y más ardiente deseo, pero aún cuando le tengo siempre delante de mí ¡siempre, aún cuando cierro los ojos! No me atrevo ‘oh! no me atrevo a tocar a ese libro comprado con la sangre de un semejante mío.
     ¡Más ni por esas! Sr. Armesto, si V. se dedica por espacio de seis años a la asidua lectura del Monalu o Colt y Vehi, podrá V. ya que no juzgar, entender al menos mi Historia de un libro in folio. Mientras tanto, excusa V. discurrir sobre el fin que me he propuesto al escribirle. El fin es independiente y está fuera de las cualidades apreciables en una obra literaria. ¿Priva de un solo quilate de su inmenso mérito a la obra de Cervantes, el que aun hoy no sepamos a que atenernos sobre el fin que se propuso al concebirla?
     Yo solo sé de un fin que he conseguido al escribir mi humilde cuento. El de probar, andando el tiempo, que a pesar de su extremada sencillez, aún había de haber quien no lo entendiera. Usted ha sido el que sin querer me ha ayudado a probar una cosa tan inverosímil a primera vista. Por consiguiente , a V. y solo a V., corresponde la gloria del éxito alcanzado.


El Lérez 1 de diciembre de 1879

Carta de Valle Inclán a J. Muruais

 Madrid, 23 de abril,1902


     Mi querido Muruais: No sabe usted la satisfacción que me ha producido su carta. Primero por saber de usted; y después por saber que le habían gustado Las memorias del Marqués de Bradomín. Ahora preparo La Sonata de estío también memorias del Marqués de Bradomín ¿puesto que la dedicatoria de Epitalamio -por respeto a las canas del Sr. de Alcázar- le ha satisfecho poco, y casi le ha hecho un caso de conciencia; quiero dedicarle la Sonata de Estío, que pasará en Tierra Caliente. La Sonata de Otoño se va vendiendo poco a poco. En un mes se han vendido en Madrid cuatrocientos ejemplares. Cuanto más extraño, puesto que el primer día que se puso a la venta, ningún librero quiso un solo ejemplar al contado. Yo me indigné y me negué a dejarlos en comisión. Así estuvimos algunos días, hasta que el público que había leído algunos fragmentos en los periódicos, empezó a buscar el libro por las librerías, y los ladrones de los libreros a pedírmelo. Yo me sostuve en no dar comisiones, siempre aconsejado por Don Benito Pérez Galdós; y si antes los daba al contado con el descuento del cincuenta por cien, después me planté en el veinticinco. (Consejo también del gran Don Benito). Una cosa que quizá le sorprenda. La Sonata de Otoño está escrita en un mes y veintisiete días. Sabe que es siempre su amigo que le quiere. 

Por Valle-Inclán

domingo, 1 de noviembre de 2020

Carta de J. Muruais a Menéndez Pelayo (IV)

 

Orense, 20 junio 1885

 Mi respetable Maestro: En una “Guía oficial” de este año, libro interesante que sólo reciben por acá los gros bonets de la Administración, he visto que su nombre figuraba entre los consejeros de Instrucción Pública. Stupui, porque yo le conocía a Vd. como Académico de la Española y de la Historia, como doctor en Filosofía y Letras y Catedrático del Doctorado en esa Facultad y hasta como diputado a Cortes, pero no sabía ni sospechaba siquiera que el eximio autor de las Odas, epístolas y tragedias fuese Consejero del ramo, como dicen en las oficinas del Estado.

De manera que habré aparecido a sus ojos como grosero y qué sé yo cuántas cosas más hablándole sin ton ni son de mis pretensiones ante el Consejo mismo de que Vd. forma parte y todo porque la “Guía oficial” es un libro aún más caro que interesante y por estarme sirviendo hasta ayer de un ejemplar del año pasado suministrado por el Secretario de la Diputación, a quien en conciencia cabe toda la responsabilidad del caso, así como incumbe al Sr. Administrador de Correos de esta la de haberme proporcionado con un ejemplar más moderno del libro la no escasa dosis de vergüenza que acompaña a los grandes desengaños.

Perdóneme Vd. Pues, mi falta de respeto y hasta de tacto enteramente involuntaria.

Recientemente he comprado el tomo de Poesías de Heine de la Biblioteca clásica, donde leí con deleite el hermoso y entusiasta proemio de V. en que aquilata hasta con cariño los méritos del poeta judío y librepensador de Alemania.

No sería V. ciertamente quien en odio a Le Pape y demás chocheces de la extrema vejez de Victor Hugo, renegase del gran poeta de nuestra raza – más que medio español- autor de Las  hojas de otoño y de las Odas y baladas haciéndole responsable de cosas como la secularización de Sta. Genoveva, en que tuvo parte.

Soy franco: más que su erudición y saber inmensos, lo que en V. me cautiva y prende mi voluntad es ese amor a lo bello que subyuga y arrastra su alma, hasta el extremo de perdonar a Heine el ser alemán y judío y apóstata; a Leopardi su gemebundo pesimismo trascedental y a Carducci sus extravíos neopaganos.

Yo no sé si V. pensará como yo que no queda después de la muerte de Victor Hugo, ningún gran poeta de raza latina, pues Tennyson vale más que Sully Poudhomme [sic], Leconte de L’Isle, Banville y demás vates más o menos parnasianos y en cuanto a Richepin, Rollinat y demás herederos de Baudelaire, espanta su modo de blasfemar en frío, por no decir nada de los pretendidos poetas del naturalismo que tanto se han burlado de la conclusión del penúltimo capítulo de Los Miserables:

“Juan Valjean había muerto. La noche, sin estrellas, estaba profundamente oscura. Sin duda, en la sombra, algún ángel inmenso estaba en pie, con las alas extendidas, esperando su alma”.

¡Ay, amigo mío! La verdadera, la grande poesía se ha ido. Yo creo que hasta el esmero exquisito y la primorosa labor y corrección intachable de los poetas modernos, es pura decadencia.

¿Cuándo nos hablará Vd. En un prólogo de este asunto, digno de sus facultades, del estado actual de la poesía en el mundo?

Insensiblemente me he ido apartando del único objeto de esta carta, que no es otro que el de pedir a Vd. mil perdones por lo de las cátedras.

Su amigo y admirador s.s. q.b.s.m.

Jesús Muruais.

PS. ¿Cuándo viene Vd. A ver este país que tanto se parece al suyo? Ahora que hay cólera en media Península e islas adyacentes, era la ocasión de venir a este dulce rincón, donde no entró más peste que la de la política.